Por José Ricardo Stok
Por Julio Talledo. 30 noviembre, 2011.A lo largo y ancho del planeta nos encontramos con crisis que se muestran amenazadoras. Por un lado está la económica, que ya deja de estar circunscrita a un país para generalizarse. Primero Estados Unidos, y ahora Europa, nos ofrecen panoramas intranquilizadores, con peligro de contagio. ¿A qué se debe? Por una parte, encontramos errores de planteamiento: se ha optado por una economía del bienestar y un populismo que pretende contentar a todos, sin preguntarse si es lo correcto. Así se llega a una situación exactamente contraria a lo pretendido: al malestar económico y a la impopularidad anárquica. Otras veces los errores provienen del mal funcionamiento de los mecanismos de gobierno y económicos: cuando la mediocridad campea en los gobernantes no es probable que las cosas se hagan bien.
Si descendemos al nivel de instituciones políticas, organizaciones o empresas, encontramos situaciones semejantes que empiezan a ser recurrentes. ¿Qué está pasando? La crisis es más honda: está dentro de las personas y por eso es más difícil identificarla y, más aún, ponerle remedio. El comportamiento ético, del que tanto se habla y poco se aprecia, parece ser un ave rara.
En el diálogo ordinario no tenemos ninguna dificultad para distinguir que en todo juego hay reglas, pero que las “reglas” no son el “juego”. El juego se desarrolla dentro de unas reglas, pero este como tal no es parte de las reglas. Así también, cuando se habla de ética en el mundo político o empresarial, se entiende que haya unas “reglas”, pero estas no son “la ética”.
Hay una tendencia muy grande a considerar: en la vida política o económica “vale todo lo que no esté prohibido por la ley”; así se tiende a identificar “moralidad” con “legalidad”. La respuesta empresarial frente a la creciente importancia de la ética en los negocios lleva al establecimiento de Códigos de Ética, que pueden ser una valiosa ayuda para distinguir actuaciones incorrectas, pero se corre el riesgo de caer en generalidades o en la llamada ética de mínimos. Una cosa es el código de comportamientos éticos, y otra muy distinta son los comportamientos éticos. La moralidad o el análisis ético de las actuaciones debe contemplar el objeto, fin y circunstancias de las acciones en cada persona. Sentirse satisfecho por disponer de un código de ética es ingenuidad.
La ética es rentable. Sin duda lo es, por lo menos en el largo plazo; pero no es esta la razón para ser éticos; esto no es más que una propiedad de las decisiones éticamente correctas. “El premio de la virtud es ella misma”, decía Locke. Pero hablamos de una ética realista, cuyo fin es la vida buena (¡no la buena vida!), es decir la vida conforme a la dignidad que se deriva del ser del hombre. El único medio para alcanzarlo es el desarrollo de las virtudes. Virtud es el hábito de obrar bien por la sola bondad de la operación. No es lo mismo que valores.
Los males modernos son el afán de poder, el deseo desmedido de bienes, la falta de templanza, entre otros. Si una persona no puede gobernarse a sí misma, cae en la tiranía de sus propias pasiones, en la corrupción. Corromper es sobornar a alguien con dádivas o de otra manera; pervertir o seducir a alguien buscando provecho propio. Cuando no hay comportamientos éticos o esfuerzo por desarrollar virtudes, se cae en la corrupción. Como decía S. Josemaría Escrivá: “Estas crisis mundiales son crisis de santos…”, de hombres y mujeres virtuosos, de quienes piensan un poco más en los demás que en sí mismos. No busquemos las soluciones en leyes o reglamentos.
PAD.
Universidad de Piura.
Artículo publicado en el diario Gestión, martes 29 de noviembre de 2011.